La sostenibilidad tiene dos acepciones que la relacionan directamente con el empleo: conservación del medio y calidad de la vida de los seres que lo habitan. La primera nos lleva a la disminución de las emisiones de todo orden y a la reducción del uso de recursos no renovables. Y la segunda, a la selección de los procesos de producción que menos dañen cualquier modo de vida orgánica y de aquellos otros que más la favorezcan.

La disminución de emisiones obliga a redibujar los procesos de producción, la finitud de los recursos no renovables lleva a la necesidad de concentrar la energía, y no solo extraerla de sus fosos, y, al fin, los procesos de producción tienen que pensar en una relación con el territorio que sea conservadora antes que depredadora.

Todo ello exige cambiar la composición de los medios de producción -capital en la economía clásica- y la relación de estos medios con los otros dos factores, los recursos renovables y no renovables -tierra en la economía clásica- y el trabajo. Sea el sector primario, el energético, el secundario o el terciario, el nudo gordiano de la sostenibilidad lleva a aumentar el peso del trabajo –empleo- en los procesos y sobre todo el peso del conocimiento y la información, pero estos dos tienen un portador ya citado: el trabajo.

El saber popular ya lo había anticipado: hacer las cosas bien lleva su tiempo, es decir, sus horas de trabajo.